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Veinte años de Palabras de Caramelo

La historia de Kori y Caramelo escrita por Gonzalo Moure cumple ahora dos décadas y lo celebramos con una maravillosa edición ilustrada por María Girón. Una novela cuyos valores pasan por el respeto por las discapacidades de las personas y otras culturas, el conocimiento de realidades diferentes a la nuestra, el derecho de los niños a recibir alimentación, educación y sanidad, la fidelidad a los amigos y la superación de las limitaciones. Un libro con más de 100.000 ejemplares vendidos.

12-05-2022

Veinte años de Palabras de Caramelo

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Recordamos la historia

Kori es un niño sordo que vive en los campamentos de refugiados del Sáhara y va a la escuela sin entender para qué sirve leer y escribir. En el corral de su tío nace un camellito de color caramelo, que pronto se convierte en su amigo. Kori está acostumbrado a ver palabras en los movimientos de la boca; por eso, cuando el camello mueve los labios, Kori cree que habla. Y es así como nace en él la necesidad de aprender a escribir, para poder plasmar las palabras poéticas de su amigo Caramelo. Pero un día, un día terrible... 

Reflexión de Gonzalo Moure sobre estos veinte años de Palabras de Caramelo:

"Veinte años desde su publicación, nada menos. Pero veinticuatro desde que lo escribí, en Farsía, en el campamento de Smara.

Vivía aquellas semanas en la jaima de Fatimetsu, una niña sorda a la que conocía desde tres años antes, en compañía de su familia y de mi joven guía, Limam Boisha, esperando el Land Cruiser que nos iba a llevar por los caminos del sur. Íbamos a recorrer los Territorios Liberados, la estrecha franja conquistada en la guerra a los invasores, y que atraviesa todo el Sáhara Occidental de punta a punta.

Casi todas las tardes iba con Fatimetsu a llevar la comida a las cabras, en el corral de su familia. Luego subíamos a una pequeña colina desde la que se dominaba el extenso campamento. Allí aprendí a hablar su lenguaje con las manos, los ojos, los gestos y el corazón. Nuestras primeras palabras. Dulces, sí.

Una tarde, tras alimentar a las cabras, Fati me llevó tirando del turbante hasta el corral de sus tíos, en el que una semana antes había nacido un camellito. No son los camellos particularmente atractivos, más bien lo contrario, pero aquel pequeño era de una delicada belleza, una caricia para los ojos, en contraste con la adusta majestad de su madre. Fati y yo lo mirábamos extasiados. El huar empezó a mamar y, cuando acabó, miró con sus ojos aún un poco velados a su madre, y saboreó la leche, moviendo los labios. Ella, la enorme camella, lo miraba también y rumiaba. Fue entonces cuando Fati me preguntó en su fascinante lenguaje de signos y señas naturales qué se estaban diciendo. Miré sus labios y traté de entenderlo desde la mente de la pequeña sorda. Y era verdad, parecía que hablaban. Intenté explicarle a Fati que no hablaban, que comían. Pero ella se enfadó conmigo, y con sus gestos me dijo que no, que ella «sabía» que estaban hablando, que el huar le había dado las gracias a su madre por la leche, y, señalando mis oídos, me exigió que le dijera «qué le contestaba su madre».

Volvimos a la colina, nos sentamos en una piedra, y escribí este libro. Lo escribí en el aire, con mis torpes gestos, para Fatimetsu, solo para ella. La historia de un niño sordo que amaba a un camellito. El relato se iba escribiendo a sí mismo. Nos reímos al principio, nos emocionamos con lo que iba surgiendo contra la luz del ocaso, y poco a poco fuimos entendiendo hacia dónde se dirigía, inexorablemente, aquella historia, aquel amor entre un pequeño camello y un niño. Tengo un nudo en mi memoria en el que guardo nuestras lágrimas cuando llegó el terrible momento, inevitable, como inevitable ha sido el destino del pueblo saharaui en los peores años de su historia, tan largos como dolorosos. Ya de noche, iluminado con una linterna, tomé notas de lo que había pasado, primero en el corral, y luego en la colina. Aún las conservo. Al fin vino el Toyota y Limam y yo nos fuimos al desierto con Habub, el conductor. Dormíamos en los campamentos de los nómadas, y yo me acercaba a los camellos en su majada para tratar de imaginar lo que sentirían, lo que podrían contarle a un niño de su vida, sus amores, sus delicias de hierba fresca, sus noches bajo las estrellas. Y así fui escribiendo los pequeños poemas que el niño sordo, al que llamé Kori, podría creer entender de los labios del camellito, al que llamé Caramelo (...)".

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