Dieciocho años tenía Mary W. Shelley cuando escribió las primeras líneas de Frankenstein, una historia que es mucho más que la de un doctor un poco raro que un día creó un monstruo. Debajo de la aparente anécdota de terror, aparte de los aspectos latentes de la crisis política, social y religiosa de la época, hay otra historia no menos angustiosa: la del ser monstruoso que intenta superar su deformidad por medio del lenguaje y la razón.
El origen
En mayo de ese año, la pareja formada por el joven poeta romántico Percy Shelley y la joven que poco después se convertiría en su esposa, MaryWollstonecraft Godwin, se desplazó a Suiza para pasar el verano junto al gran poeta Lord Byron, quien se había instalado junto a su joven médico, John William Polidori, en Villa Diodati, a orillas del lago Leman, cerca de Ginebra. Eran días de lluvia que les mantenían casi todo el día encerrados en casa. Para entretenerse, decidieron escribir un cuento de miedo cada uno. Byron y Shelley comenzaron sendos relatos, pero ninguno de los dos poetas culminó ninguna obra que tuviera su origen en aquel juego literario. Sí lo hizo Mary Shelley, quien hasta la fecha se había limitado a escribir cuentos infantiles sin grandes pretensiones literarias. Y así fue como, en 1818, vio la luz una novela fundamental en la historia de la literatura de terror y un personaje mítico en la cultura popular moderna, concebidos dos años antes por una joven de dieciocho años.
Pero Mary Shelley no quiso escribir un relato que aterrorizara al lector exclusivamente por la fealdad del monstruo ni por sus atroces crímenes. Su terrorífica historia está cargada de simbolismos y de significaciones que invitan a la reflexión del lector sobre muchos aspectos de la condición humana. Así pues, el terror de su relato procede, fundamentalmente, de la osadía de un personaje que se atreve a intervenir en el orden de la naturaleza y a inmiscuirse en los misteriosos secretos de la creación de la vida. Por esta razón, nuestra autora no le dio el protagonismo absoluto al monstruo, sino que le hizo compartirlo, por lo menos, con su creador, el joven estudiante e investigador Víctor Frankenstein, cuyo apellido sirve de título a la obra.
El monstruo, de hecho, permanece sin nombre a lo largo de la novela, y solo las versiones cinematográficas posteriores fueron las que lo bautizaron con el nombre de su creador. En realidad, el título completo de la obra es Frankenstein o el moderno Prometeo, con el que se identifica al personaje (al hombre, no al monstruo) con la figura mitológica de Prometeo, descrita por Ovidio en sus Metamorfosis. Prometeo es un titán, un poderoso dios, que, según unas versiones, crea al hombre, y según otras, le aporta el fuego, en contra de la voluntad de Zeus, por lo que sufrirá el castigo correspondiente a su soberbia. Víctor Frankenstein es, pues, como Prometeo, un personaje que se rebela contra el orden de la naturaleza (un romántico, sin duda) y que, llevado por la soberbia de su ambición científica, se atreve a crear vida a partir de la materia inerte. Las horribles consecuencias de su experimento sobre él mismo, sobre su creación, sobre sus seres queridos y, en general, sobre la humanidad constituyen el núcleo de los acontecimientos que se nos narran en esta apasionante y terrorífica novela, que nos invita, además de a disfrutar de su argumento, a una reflexión sobre los límites de la actuación del ser humano.
(Texto de introductorio de Emilio Fontanilla Debesa en la edición de Clásicos a Medida de Frankenstein, 2010. Ilustraciones de Luis Miguez Ybartz).
También disponible edición íntegra en la colección Tus Libros Selección.